El pasado año fue espeso y sofocante, con la sensación de que estaba todo a
punto de explotar mientras mi piel se cuarteaba… Me costaba respirar a ratos
y cantaba poco. Me miraba al espejo algunas mañanas y era aterrador: ¿cómo un
ser humano puede acumular tanta tristeza en la piel? Misteriosamente, en mi
trabajo, a los pacientes no les llegaba ni un ápice de mis días grises. De hecho,
al final del año, me agradecieron con un entusiasmo cariñoso y luminoso, que
les había transmitido ganas de vivir. Lloré después en silencio. Estas son las
cosas mágicas de la vida: debe ser que mi sonrisa fue más fuerte que mi
tristeza.
Un buen día empecé a bailar, y a los pocos meses pedía
encarecidamente en cada movimiento que se terminara esta etapa de quietud y
miedo. Quería encontrar otra orilla en el Río de la Plata después de más de 4
años durísimos. Como en círculos concéntricos, y como si fuera una danza
derviche, se empezaron a mover los sentimientos. Y por fin explotó todo cuando
ya mi piel no daba para más.
Terminé el año con mi familia y en mi ciudad querida. Sentí un
frío “rico” que me hizo quedarme muchas tardes en casa para disfrutar de
meriendas interminables y charlas profundas. Confirmé muchas cosas: que me
encanta comer y que amo la paella y el cocido madrileño de mi madre… (jaja) Que fue
muy emocionante su recibimiento con su abrazo e interminables besos. Que adoro
cantar con mi padre a dos voces y verle disfrutar tocando el piano. Que mi hermano es
amoroso y extremadamente generoso. Que tengo una hermana que es brillante y
preciosa. Y unos sobrinos con una gran sensibilidad y bondad.
Volví a Montevideo, y tras un pequeño shock nada más aterrizar, mi “esperanza
es inmortal” porque sigo viva, porque vuelvo a cantar, escribir, y porque veo y
siento un horizonte.